¿Las palabras alimentan?


Siempre que pienso en Mexicali me viene a la mente la comida china. La verdad no es mi comida preferida, pero la disfruto enormemente, aun cuando, generalmente, no me gusta ver grandes cantidades de alimento en una mesa, pero en ese momento solo digo que es “variedad”; el aroma me atrapa y simplemente caigo en sus redes y como más de lo que mi estómago puede soportar.

Cuando estaba en la universidad, por razones de índole económico, comía en el food court de la Plaza Cachanilla (uno de los centros comerciales más visitados, no tanto para comprar, sino para estar en un área refrigerada); eran tentadoras las ofertas de comida (no hablemos de higiene por el momento), yo casi siempre me decidía por la comida china, que por traer varios vegetales resultaban más atractivos a mi vista.

En una ocasión, cuando el hambre torturaba a mi estómago, decidí comprar comida a un pequeño local que se llama 9 o 99, no recuerdo bien. Regularmente el platillo incluye tres porciones y el agua, por lo que elegí verduras, “chun-kun” y por supuesto arroz, un gran vaso de té y me dieron mi premio de galletita china.

Me fui gustosa a buscar por más de 15 minutos un lugar para sentarme (regularmente el food court está siempre lleno), una vez que estuve haciéndole guardia a una pareja que “prácticamente” ya había terminado y mirándolos constantemente para que desalojaran, encontré un lugar para mi charola rebosante.

Salivando vertí los sobrecito de “catsup” y los de soya, todo estaba listo para degustar mi manjar. Cuando probé el arroz casi devuelvo mi pan con leche que había desayunado: ¡¡El arroz estaba rancio y asqueroso!!

Indignada por tal espera, por que mis expectativas de alimento habían sido destrozadas y sobre todo, decepcionada y hambrienta, arriesgué que la señora de limpieza o que otro comensal me arrebatara mi lugar al ver una charola abandonada y fui a reclamarles tal ofensa.

La dependienta (china también) me miró con espacial interés cuando le dije:

—Señorita, el arroz está rancio, sabe horrible— dije haciendo muecas como si lo estuviera oliendo

Tranquilamente me contestó:

— ¡Ah, sí! Ya lo estamos cambiando— dijo con una sonrisa en los labios y sin moverse para tomar mi plato al menos para darme entender que lo sentía mucho y que era inaudito lo que estaba ocurriendo y me lo cambiaría por algo más.

—(¡?)

La bilis me llenó el estómago y el hambre desapareció. Le dejé el plato encima de su mostrador. Creo que me llené con las palabras que no pude decir y que me tragué amargamente (cosa rara en mí).

Jamás volví a comprar comida en ese lugar, y me dediqué a decirles a todos mis amigos que no consumieran de ese restauran. Esa era mi venganza. Sin embargo no creo que haya tenido mucho impacto porque ese lugar aún continúa vendiendo y los clientes siguen comprando sus tres “maravillosas porciones”.

Ahora, sin mucho que hacer me pregunto: ¿las palabras tendrán valor nutricional?

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