Baby face


El 1 de enero del año de 2000 me paseaba por las bellas calles de Roma. Recuerdo que ese día había un maratón y varios juegos y actividades para los que festejaban la llegada del “Milenio”. Fue en esa fiesta en donde por primera vez vi una pared artificial para escalar y me sentí totalmente atraída, pero no los suficiente como para vencer mi pena y pedir turno a los niños que hacían fila para subir.

Pero no pasó mucho tiempo para volverme a topar con otra roca artificial, más extraña que la anterior, pero con su mismo encanto. Le llamé en ese momento “la roca urbana”.

Un grupo de jóvenes (autodenominados Rappaleros) había adecuado ingeniosamente un viejo edificio inconcluso (la Cervecería Mexicali) para escalar y hacer rappel; se reunían algunos días por las tardes, muy cerca de mi trabajo, por lo que fue mágico encontrarlos y sin mucho preámbulo, como paracaidista llegué y me quedé. Desde ese día, todas las tardes esperaba con ansia la hora acordada para la reunión. Esa experiencia transformó mi vida, lo cotidiano me resultaba más llevadero y lo que antes parecía difícil, me resultaba cada vez más sencillo.

Después de practicar y de entablar relaciones amistosas con el grupo, decidí acompañarlos a Cañón Tajo, un hermosos lugar bajacaliforniano que todavía hoy conservo en mis mejores sueños de vuelo.


Para ser sincera, una noche antes del viaje no pude dormir. Podía sentir la adrenalina golpeteando mis venas y una constante dificultad para respirar por la tensión. Todavía en el viaje al Cañón me aturdía con los latidos del corazón, y estaba segura que se escuchaban a kilómetros pese a los brincos que daba el carro por esos sinuosos lugares.

Una vez que llegamos y acomodamos las cosas en el campamento bajo un pino gigante, acomodamos las mochilas para dirigirnos al lugar que se había elegido para iniciar a escalar.

En los primero 5 minutos de caminata me sentía agotadísima: me quemaba el sol, la ropa y la mochila me calaban, las piernas me temblaban y dolían cundo las ramas no me dejaban caminar con “soltura”; y todavía tenía que seguir caminando y subiendo piedras que hasta el momento pensaba que ahí era donde tenía que utilizar equipo especializado o al menos un helicóptero, pero no… todavía no llegábamos a las difíciles.

Pero eso no era todo.

Ese día estrené mis primeros 5-10 (unos diminutos zapatos negros especiales para escalar que debían ser como 5 números más pequeños de lo que yo regularmente uso para estar cómoda). Tenía le esperanza que por el precio que pagué por ellos, me impulsaran con propulsión a chorro, o que al menos tuvieran la tecnología del traje del Hombre Araña. Sin embargo, después entendí que requería más que eso. He de confesar que con frecuencia me pregunto si no me los pongo invertidos, porque aún hoy que ya están viejos y súper usados, los dedos se enciman y prácticamente se fusionan en uno, logrando el “unidedo” que al final del día, cuando logran despegarse, tienen tatuadas las marcas de la uña vecina.

Ya a punto de renunciar y tirarme como lagartija encima de una roca, pidiendo clemencia a mis acompañantes, llegamos a la primera ruta por subir. Alguien con muy buen humor la había llamado Baby face, (cuando me dijeron el nombre yo me la imaginaba suavecita) pero al verla pensé que de aterciopelada no tenía nada, y sobre todo en ese momento en que permanecía viéndola desde la base, y simplemente me resultaba imposible de escalar. Simplemente no imaginaba que mis brazos flacos, debiluchas piernas y dedos apretujados pudieran resistir sosteniéndose de diminutas salientes de rocas. Y lo peor era que yo abriría la ruta.

Yo como el clásico nuevo escalador, iba con toda la indumentaria nueva, y de forma ridícula trataba de no raspar mi equipo. Veía como mis compañeros ponían su confianza en aquellos instrumentos y como con su experiencia, la mayoría con mucha experiencia, hacían nudos y se colgaban lo que se requeriría para el ascenso. Yo como buena novata… copiaba todo.

Sentía miedo de no poder subir un metro, de simplemente arrepentirme en el intento. El estómago era una revolución y mi cara roja por el sol y los nervios pedían a gritos miradas de apoyo. Alguien me ofrecía una barra energética que rechacé por no “cargarle más peso” a la cuerda que me debería sostener arriba de la roca. Más tarde, esa misma barra despreciada fue un gran aliciente y reconfortante premio para recuperar fuerzas.

No recuerdo muchos detalles de cada caída y paso que di en la gran roca, de cómo cada vez que ponía un gancho y colocaba la cuerda me sentía ganadora del Óscar; lo que sí recuerdo es como el corazón palpitaba al llegar a la cima: al instante olvidé el cansancio, el dolor y las piernas temblorosas por el esfuerzo; sólo sentí una gran dicha y satisfacción, el viento que me refrescaba el rostro… y una amplia… muy amplia sonrisa, que me hizo sentir invencible, omnipotente…como un niño.

Entonces fue cuando tuvo sentido el nombre de la ruta: Baby face.

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